Una persona aparece llorando frente a la cámara. Otra publica un texto extenso sobre una ruptura, el agotamiento o una crisis personal. Alguien más comparte, en tiempo real, su experiencia con la ansiedad o la depresión. Estas escenas se repiten a diario en redes sociales y responden a una misma lógica: exhibir el sufrimiento personal de manera pública para recibir atención, apoyo o validación emocional. A este fenómeno se le conoce como sadfishing.
Más allá de una moda digital, el sadfishing refleja una transformación profunda en la forma en que las personas expresan y gestionan sus emociones en entornos virtuales. No se trata simplemente de compartir lo que duele —algo humano y legítimo—, sino de hacerlo en un espacio donde cada gesto emocional genera reacciones medibles: comentarios, “me gusta”, visualizaciones.

¿Qué es el sadfishing?
El sadfishing describe la práctica de mostrar tristeza, angustia o vulnerabilidad de manera pública con la expectativa de provocar una respuesta emocional del entorno digital. La tristeza se convierte en un mensaje que busca eco, en una señal lanzada a la red para no sentirse solo.
Este comportamiento se diferencia de la expresión emocional espontánea por su carácter reiterado o amplificado, donde el malestar se vuelve contenido y la reacción externa refuerza la conducta. Cada interacción funciona como una confirmación: alguien vio, alguien respondió, alguien se quedó.

La necesidad de ser vistos y validados
En el plano psicológico, el sadfishing puede entenderse como una búsqueda de validación y sostén emocional. En un entorno donde la identidad y la autoestima se construyen parcialmente a partir de la mirada ajena, mostrar vulnerabilidad se convierte en una forma de pedir cuidado, comprensión y pertenencia.
Las redes sociales ofrecen algo poderoso: atención inmediata. Para muchas personas, especialmente en momentos de crisis, esa respuesta puede brindar alivio temporal. Compartir lo que duele no siempre es manipulación; muchas veces es una forma de decir “aquí estoy” cuando no se sabe cómo pedir ayuda de otra manera.
Además, vivimos en una cultura digital donde narrar la propia vida es habitual. Las emociones, incluso las más íntimas, forman parte de esa narrativa. En ese contexto, las fronteras entre lo privado y lo público, entre lo auténtico y lo performativo, se vuelven cada vez más difusas.

¿Expresión genuina o estrategia emocional?
El sadfishing plantea una pregunta incómoda: ¿cuándo una publicación es una expresión honesta y cuándo se convierte en una estrategia emocional? La respuesta no es simple. Juzgar intenciones en redes resulta complejo, porque lo que para quien observa parece exagerado, para quien publica puede ser profundamente real.
La clave está en el contexto y la frecuencia. Una expresión puntual en un momento difícil puede funcionar como catarsis o desahogo. Sin embargo, cuando la persona depende constantemente de la reacción digital para regular su malestar, puede instalarse un patrón poco saludable.

Riesgos psicológicos del sadfishing
Aunque compartir emociones puede aliviar, también implica riesgos. La exposición emocional en espacios digitales no siempre encuentra empatía. La crítica, la burla o la invalidación pueden profundizar el malestar en lugar de aliviarlo.
Otro riesgo importante es la dependencia de la respuesta externa. Cuando el bienestar emocional depende de “me gusta” o comentarios, se debilita la capacidad de autorregulación. Se crea un ciclo en el que el alivio solo llega si hay reacción, reforzando la necesidad de volver a publicar.
Además, la sobreexposición emocional puede trivializar problemas serios de salud mental. Cuando todo se convierte en contenido, el sufrimiento corre el riesgo de perder profundidad y convertirse en una narrativa estética, más que en una experiencia que necesita cuidado real.

Una cultura emocional hiperconectada
El sadfishing no es, por sí mismo, un trastorno. Es un síntoma de una cultura hiperconectada, donde las emociones son visibles, compartidas y, muchas veces, amplificadas por los algoritmos. Refleja tanto una necesidad legítima de conexión como las limitaciones de buscar contención únicamente en lo digital.
El desafío está en fomentar una alfabetización emocional que permita distinguir entre compartir para sanar y compartir por dependencia. También en construir espacios —en línea y fuera de ella— donde la vulnerabilidad no sea una estrategia desesperada, sino una posibilidad segura y acompañada.
Al final, detrás de cada publicación triste hay una persona buscando alivio, escucha o comprensión. A veces, ese video llorando no es una puesta en escena: es una pregunta lanzada al vacío, esperando que alguien responda.